Fui secundario,
eterno finalista
en juegos de calle.
Mis amigos tenían
medallas y novias morenas
con calcetines blancos
e incipiente sentimiento
de culpa.
Y yo,
un plan B
perfecto.
Estudiado.
Porque el juego
era
perder,
para ganar sus besos
promiscuos,
gregarios.
Robados
en mitad de la caída.
Mientras a lo lejos, ajenos
al mundo real, mis amigos
celebraban su triunfo
apedreando gatos.
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